Aztlán 360: noche aérea en Chapultepec

Aníbal Santiago

Ciudad de México (CDMX).- Me siento un cóndor que reposa de la faena diurna mirando la cordillera desde la cima de un risco colosal. Perceptible en la penumbra, imagino un rebaño de llamas que pasta entre montañas. No soy cóndor, soy hombre (creo), y en realidad no veo ese hábitat. Pero como sí estoy suspendido a 85 metros de altura, en pleno cielo, contemplo el universo nocturno de la Ciudad de México: luces de autos, rascacielos, lámparas callejeras, a veces parpadeantes por la refracción del aire.

Y también iluminan al Bosque de Chapultepec las 218 mil luces de la rueda de la fortuna Aztlán 360 que con su cambio de colores alumbran este titánico caleidoscopio con cientos de vigas tubulares. Sin ellas y su soporte de toneladas, caerías al vacío no como un cóndor sino como un colibrí indefenso al que se le han paralizado sus alitas supersónicas.

Miro el reloj y son más de las 10 de la noche. Miércoles. Por eso, en Aztlán Parque Urbano hoy luce vacío el circular juego de feria, en este caso modernísimo pero en realidad inventado en 1893 en Chicago y bautizado “Ferris Wheel”, rueda de fierro (rueda de la fortuna, en español, es mil veces más poético). Falta poco para la medianoche y a la hora de los vampiros chilangos es razonable que la rueda Aztlán 360 esté desolada pese a sus 40 cabinas, cada una para 6 personas. El portento de acero puede transportar tantos viajeros como un Boeing 757.

Quizá para que no nos sintamos solitos, la operadora nos mete en una misma cápsula a mí y a una chica; nos avisa que podemos conectarnos al Bluetooth y oír la música que queramos. Tímidos ambos, no platicamos nada. Nos cruzamos la mirada dos veces (qué incómodo) mientras la góndola se va elevando y admiramos varias cosas: el Periférico, cuyas curvas encendidas son de una sensualidad de Blade Runner. Y también los edificios BBVA, WTC, Scotiabank y algo deslumbrante: los hoteles Ritz-Carlton, Hyatt Regency y Presidente Intercontinental. Acaso nunca nos dé la cartera para alojarnos ahí pero desde el firmamento de Chapultepec sus cuartos prendidos se gozan con los ojos (y eso que no tenemos acceso al jacuzzi). Mientras yo saco fotos al horizonte, la chica conecta el Bluetooth con su celular. De pronto, durante el ascenso suena algo etéreo, hermoso. Flota y envuelve: la canción Moon in Your Eyes, de Kaitlyn Aurelia.

La joven me ve contento y rompe el hielo: “¿Una experiencia cósmica padre, ¿no?”, sonríe. Soy incapaz de decir algo inteligente. Solo respondo “precioso”. Ella asiente y se presenta: Elena.

A través del cristal, la ciudad que el día entero la embadurna el gris-pavimento es pura belleza cuando se va el sol, pero imposible olvidar al mortal accidente en el juego La Quimera por el que hace seis años cerró el parque que existía aquí, La Feria. Terrible y doloroso. También debió cerrar la vieja rueda de la fortuna que no tenía culpa de nada, con cerca de 15 metros de altura, casi la sexta parte de la dimensión del juego actual. Modesta, humilde, pero también regaló alegrías a niños, familias y enamorados desde que en 1964 fue fundada. No la subestimemos.

Y ahora, un ejercicio: desde Aztlán 360 traslada la vista hacia la espantosa suavicrema (la Estela de Luz). Si además viajas en el tiempo, hasta 1910, estarás en el Parque Luna, la feria de diversiones porfirista asentada en lo que hoy es el caótico Metro Chapultepec. Hace más de un siglo fascinaba ahí la encantadora de serpientes Sélika, a la gente lo hipnotizaba el cinematógrafo Annex que pasaba cintas como “Duelo a pistola en el Bosque de Chapultepec”, babeaban con la belleza del Palacio Encantado y se carcajeaban hasta el dolor de panza en la Fábrica de Risa. Y, desde luego, elegantes como invitados a una boda (ver foto), con sombreros de ala ancha y vestidos largos, los ricos de la capital trepaban a unas simples bancas que empezaban a dar vueltas en una rudimentaria rueda de la fortuna con engranajes y poleas expuestas. A todo dar, pero llegó la Revolución y los plomazos obligaron al fin de la fiesta de Don Porfirio.

Ahora volvamos a 2025. Han pasado 20 minutos y Elena y yo, que convivimos con pocas palabras pero armónicamente, pronto nos bajaremos. Por eso, enciendo discreto la grabadora y pregunto:

-¿No tienes vértigo?

-No. Soy muy valiente.

-¿Nada en la naturaleza te da vértigo?

-No.

¿Ni siquiera ver la dimensión de esto?

-No.

Varios segundos de silencio (otra vez incómodos).

-¿Cómo viste la experiencia?

-Linda.

-¿Por?

-Porque sí.

-Dime algo interesante porque te voy a usar para una crónica.

-Ah, no mames, no te voy a decir nada. ¡No, güey, no!-, me advierte.

Soy un excelente entrevistador. Me llevaré por siempre el invaluable testimonio de Elena y el viaje nocturno por los cielos de Chapultepec.

 

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