Aníbal Santiago
Ciudad de México (CDMX).- Pongámonos románticos, infiltremos poesía a la Ciudad de México al descubrir esas torres grises, ásperas, ancianas y agrietadas ante las que nadie se detiene y que pululan en camellones. ¿Qué son? En la absoluta ignorancia, sin tener idea de que se llaman “respiraderos”, alguien especularía: “Mmmm… parecen faros que guían a los barcos, les muestran tierra firme y les evitan tempestades terroríficas”. O sea, salvan de la muerte a la tripulación.
Pues no, carecen de la galería con barandal donde el farero sale a mirar las olas, tomar el fresco marino o limpiar el cristal de la linterna. Si subiéramos a lo alto de esos cilindros de cantera veríamos no la inmensidad oceánica sino lo que pasa por debajo: las avenidas División del Norte, Calzada de Tlalpan, Alfonso Reyes, de tráfico a claxonazos y escandalosas revoluciones motorizadas. Pero –al igual que los faros- esas estructuras chilangas sí salvan de la muerte.
El gobierno de Porfirio Díaz creó el Gran Canal del Desagüe y, además, entubó arroyos, acueductos y canales que provenían del manantial de San Luis Tlaxialtemalco, un pueblo de Xochimilco, para abastecer a colonias más acaudaladas pero sedientas como San Miguel Chapultepec, Escandón y Condesa. Agua de los pobres para los ricos, líquido que habría sido veneno si a esas corrientes enrolladas en concreto (especie de tacos de agua) no se les instalaban, a la altura de la calle, respiraderos que descargan gases y equilibran la presión acuática.
Sin luz ni oxígeno un solo segundo de su existencia, el agua estancada y carente de ventilación podría no solo colapsar los túneles, sino sería letal por la acumulación de dos químicos. Uno, metano, que de no liberarse hace estallar con cualquier chispa las entrañas de la tierra. Y dos, sulfuro de hidrógeno: en más de 500 partes por millón bloquea la respiración celular y causa la muerte. La-muer-te.
La capital del país sería divina si todavía la atravesaran transparentes vías acuáticas conectadas al antiguo Lago de Texcoco, pero ante su deceso por lo menos quedan torres de vida.
¿Y que es de ellas hoy, a más de un siglo de su instalación? De lo que muestran las fotos antiguas, con respiraderos entre cerros, vías del tren revolucionarias, árboles y campesinos que a su lado trabajaban la milpa, no queda nada.
En División del Norte, por ejemplo, a los respiraderos del drenaje profundo los acechan enemigos: puentes, anuncios, cables, postes, basura, grotescos depredadores que los sitian furiosos. Y sobre su piedra tampoco han tenido piedad los grafiteros que los rayan con indescifrables tags en aerosol café, negro, rosa. No toda la culpa de su deterioro la tiene la bandita ruda; a la Secretaría del Medio Ambiente capitalina se le ocurrió la genial idea de taladrar a la piedra histórica de cada torre mediante grandes tornillos ya oxidados, casi violatorios, un anuncio de fierro que indica: “Prohibido Anunciar y/o Pintar esta Obra de Valor Histórico. Se sancionará con prisión de uno a 10 años a quien por cualquier medio dañe un monumento histórico”. Es decir, te vas al bote si anuncias y pintas el respiradero, pero tú tranquis si se te ocurre taladrarlo (México lindo y querido).
Cuando fui a conocer los respiraderos de División del Norte, pese a los camiones de redilas alcancé a escuchar las campanadas de la Parroquia de San Pablo Apóstol en la comunidad prehispánica Tepetlapa. Remoto eco de pueblo resonando entre turbocompresores, mofles y radiadores. Por favor, no llores. Ponte debajo de los respiraderos de roca formada hace millones de años –en el Mesozoico- que utilizaron los ingenieros hace un siglo. Y ahora mira con curiosidad de Indiana Jones: aún sobreviven molduras, bases escalonadas y remates neoclásicos que en la arquitectura urbana promovió el Porfiriato. Y debajo de los prismas de unos 6 metros de altura, labradas en la piedra una K (kilómetro) y un número que indica la distancia del recorrido acuático desde su origen en Xochimilco.
Tienes razón, pese a todo eso no es encantador que al lado de un monumento histórico un cartel mugroso ofrezca: “Automatizamos zaguanes. Reparaciones, servicios, refacciones. Teléfono tal y tal”. Pero así somos.
Tú acércate y atestigua a los respiraderos, milagrosos vencedores de la destrucción que profesa la modernidad. Por ahí el agua inhala, exhala, inhala, exhala, como un yogui hallando la paz aunque el mundo se desmorone. Y si andas cansado de ciudad y necesitas mar, piensa que son faros de islas deshabitadas.