Café Passmar, el pasadizo sensorial

Aníbal Santiago.

Si espías hacia lo alto percibirás que desde un piso elevado del popular mercado Lázaro Cárdenas te descubren unos vigilantes ojos mecánicos negros y dorados. ¿Nervios? Descuida. Esos ojos alertas son en realidad los controles de operación –botones, perillas, válvulas- de la tostadora Giesen que alcanzas a ver semioculta tras una ventana. Hoy tan quietecita, esa máquina hizo una travesía por el planeta Tierra: desde Dinxperlo, pueblo de Países Bajos, hasta este pasillo de la Ciudad de México donde entre los puestos vecinos de piñatas y frutas se escurre el aroma a café.

Quizá divises trabajando en esa tostadora que navegó por el Océano Atlántico a un operario que con rigor absoluto -como si estuviera manipulando un reactor nuclear- controla la temperatura, mide el flujo de aire, regula la velocidad del tambor y gradúa el tiempo de tostado para que en el piso de abajo, donde se extiende el Café Passmar, los habitantes de la capital del país tomen café. Estamos en un mercado y los sonidos son chilanguísimos (“¡pásele marchanta, qué va a llevar, pregunte sin compromiso!), pero esta cafetería-pasadizo goza unos toques parisinos. No es que te reciba un mesero de ojos azules y corbatín con un “Bonjour, madame”, pero por tanta madera en sillas, mesas, revestimientos, parece que te sientas en el histórico y francés Café de Flore, iluminada tu mesa por unos faroles antiguos.

Todo aquí es tan pequeño que estarás obligado a caminar cauteloso, casi de puntitas, para no golpear las mesas de junto y volcar el café guerrerense que se llevan a los labios las parejas a las que encanta mirarse enamoradas en Passmar.

¿Y qué humea en esas tazas que reparten meseras? El afrutado café premium, la equilibrada mezcla de la casa y el café oscuro, muy intenso. Puede que necesites un expreso rotundo porque estás leyendo el insondable “Ser y tiempo” de Heidegger y para entender algo sea forzoso estar despiertísimo, casi-casi narcotizado, pero si tu clavadez filosófica se está tomando un recreo y tu alma vuela liviana, sin ambiciones intelectuales, acude a una delicia dulce aquí inventada, la “natilla espresso”: a una base de natilla se incorpora café expreso. Dulce y amargo no simplemente hacen las pases. ¡Qué va!, postre y bebida mezclan sus cuerpos helado (natilla) y caliente (café) en lo que el menú llama “contraste sensorial”, pero que es un encuentro apasionado, sensual. Si vas acompañad@ sentirás algo en tu cuerpecillo: aguas, tanto amor desde el paladar inspira.

Si no te basta con todas estas consideraciones para creer en la calidad de Passmar y sus variedades Bourbon, typica y Costa Rica, ahí te van datos dorados del local de la colonia Del Valle: su fundador, Salvador Benítez, a mediados de los 90 heredó de una tía el local 237 y puso una cafetería con el conocimiento heredado por su padre, que una década antes manejaba en Xochimilco un expendio donde molía y tostaba café. Desde entonces, Salvador ganó 19 premios: fue tricampeón nacional barista, campeón nacional Arte Latte y campeón nacional de tostado de café.

Puras glorias, como la que experimentas en el desayuno al pedir unos “huevos santos”. Al picor sabroso de la espesa salsa de jitomate lo moderas con el queso panela y para viajar unos segundos a la comunidad guerrerense de La Pintada–sede del cafetal que los abastece- vas a untar unos frijoles refritos de pueblo a un bolillo con cascarón dorado que cruje entre tus muelas.

Cuando te vayas vas a querer pedirle a Patricia, en la vidriera donde descansan los granos, medio kilo para llevar a casa. ¿Cómo identificarla a ella? Serena para explicarte las variedades, muele el grano y te atiende con un negro sombrero de mosquetero que en su copa tiene enganchado el enigmático naipe de un as de diamantes. Jamás te entregaron una bolsa de café con tanto estilo.

Antes de irte, levanta la vista para agradecer al tostador Giesen –que a través de sus perillas, botones y válvulas te observa desde lo alto- haber estado viv@ esta mañana.

 

 

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