Parroquia del Purísimo Corazón de María: refugio de concreto

*Insinuábamos que esa estructura era hija de una tormenta de concreto que envío Dios, seamos claros: él no tiene la culpa de nada. La tiene el brutalismo, asfixiante corriente arquitectónica de los años

Aníbal Santiago

Ciudad de México (CDMX).- No es el arca de Noé ni en su interior se salvaron él, ni montones de animales como leones, elefantes, palomas y  changos de la lluvia furiosa. Pero tal parece que otro diluvio colérico, y no de agua sino de concreto, le cayó a la Parroquia del Purísimo Corazón de María. Sí, se le vinieron encima toneladas de concreto áspero, poroso, pesado y opresivamente gris, como si cada nube de la capital de esta nación le hubiera aventado con coraje espesos chorros de cemento, arena y grava hasta dejar lista su cúpula imponente.

Aunque ya está por iniciar la misa de 12, todavía no entremos, porque aquí, en el cruce de Luz Saviñón y Gabriel Mancera, comprobaremos algo: quizá enojada porque sus verdes y frutales huertos originales se mancillaron para construir esta iglesia, la Ciudad de México la envolvió de una horrible y aún peor modernidad. “¿Así nos llevamos?, pues ahí te va”. Desde donde observemos al templo, a nuestra vista la ensombrecerán negros cables de luz, teléfono, internet, telarañas de plástico tenebrosas, enredadas, sucias y pastosas junto a semáforos, postes,  carteles viales. Y claro, trailers, motos, camiones, coches, miles y miles de esos otros animales que no pían, relinchan ni barritan como los animales de Noé, sino violan el aire con sus aullidos motorizados.

No es por nada que a la colosal Virgen María que mira al horizonte en lo alto de la cúpula, los vecinos de la colonia Del Valle la apodan “Nuestra Señora del Tránsito”. Con sus brazos abiertos y arriba de azoteas, tendederos, tinacos, la madre del Señor, además de pedir a las mujeres y hombres que sean hermanos, ayuda a coordinar la herejía del tránsito que ocurre 65 metros debajo de la cúpula. Aunque al inicio de esta historia insinuábamos que esa estructura era hija de una tormenta de concreto que envío Dios, seamos claros: él no tiene la culpa de nada. La tiene el brutalismo, asfixiante corriente arquitectónica de los años 50 que entendía que ese material desnudo en proporciones monumentales dotaba de belleza al espacio.

Cuando el edificio se culminó, en 1954, ya habían llovido, pero años, desde que los Misioneros Claretianos recibieron de hacendados la donación de fértiles tierras. Los potentados querían una casa de Dios en medio de sus campos y en 1922 le entregaron 7 mil metros cuadrados a esos religiosos seguidores del cura español Antonio María Claret.

La capilla provisional que debió cerrar entre 1926 y 1929 por la Guerra Cristera estaba rodeada de verde belleza natural; hoy, si acaso sobreviven tristes árboles empanizados de contaminación.

Y ahora sí, al entrar a la Parroquia del Purísimo Corazón de María demos un descanso de gris a nuestras retinas. Cuando accedamos a la nave principal por la entrada que dice “Puerta del Cielo” estaremos consintiendo a nuestras células fotorreceptoras. Adentro, una deflagración de color: el retablo, los vitrales, los santos, el sagrario, las veladoras, la alfombra, el altísimo techo con pasajes bíblicos. Casi diríamos que no estamos en un solemne recinto silencioso donde se recuerda una triste muerte en una cruz, sino que nos metieron a un caleidoscopio donde damos vueltas, felices de ver un cristianismo nada lacrimoso sino desbordado de azules, verdes, amarillos, rojos. Lo luminoso de adentro es una venganza por lo lúgubre de afuera. Prohibida la entrada a lo que no sea colorido, así que si vas vestid@ de arlequín que no te dé pena (te vas a camuflar con el paisaje).

Al fondo, delante del altar, varias veces a la semana surge un hombre de piel morenísima, de un caoba venido del otro lado del planeta. Y decir “otro lado” no es metáfora: si atravesamos el globo terráqueo con un alfiler podría salir en Chennai, tierra de Lourdu Jerome, cura que nació en esa ciudad de India con casi 9 millones de personas que cada día ven el mar del Golfo de Bengala. Percibirás el acento remoto del sacerdote al oírlo decir “Yo creo firmemente, Jesús mío, porque Tú lo has dicho, que estás realmente presente en la Hostia Consagrada y que, al comulgar, voy a recibir tu Cuerpo, tu Sangre”. Tiene algo místico oír la liturgia con acento de idioma tamil en plena colonia del Valle.

Al salir de la iglesia y volver a la calle, el divino silencio interior se romperá con los claxonazos y los pecadores escapes automotrices, y si alzas la cabeza verás concreto, cables, postes. El universo gris. Pero cuando lo necesites volverán a tu mente los colores que estallan dentro del refugio de concreto.

 

Compartir: