Aníbal Santiago
Macizo y agrietado como cara de anciano sabio y astuto, el árbol debía llamarse de algún modo. A los cadetes no se les ocurrió idea mejor y dieron un nombre bélico al viejísimo ahuehuete de Chapultepec que estaba frente al Colegio Militar que los adiestraba para la guerra. Lo llamaron “El Sargento”.
Decisión razonable. Si se pasaban la juventud con la bayoneta al hombro y en 1847 habían atacado desde el Castillo de Chapultepec al invasor estadounidense, ¿por qué no dar al viejo árbol el nombre de su superior, el que instruye y vela por la disciplina de sus soldados? Pues “El Sargento” se le quedó. Como los sargentos son vitales, responsables, buenos guías y severos, es extraño acercarse en 2024 al ahuehuete de la primera sección y verlo con su cuerpo reseco, muerto. No lo mató la metralla sino la sed al pobre sargento que vivió cerca de 450 años y que succionaba vida a los manantiales del bosque.
En 1969, año final de su existencia, el certificado de defunción del gobierno aclaró la causa de su deceso: “se secó a falta de agua”, aún indica la ficha que lo acompaña en su breve rotonda. La rotonda al árbol ilustre.
Cosas de la vida vegetal y musical, ese mismo año en México tocó The Doors: sí, aquí estuvieron Jim Morrison y su banda, una de cuyas canciones, Tree Trunk (tronco de árbol), traducida dice así: Tú y yo atrapados en el corazón de una tormenta / mojándome todo pero tengo una lluvia de ideas / ¿por qué no nos escondemos un rato en el tronco de este árbol? / ¿y nos acercamos tanto y somos tan cálidos que me haces sonreír? / Bueno, me estás haciendo desear quedarnos aquí por más tiempo /
Elevada con esa letra la temperatura primaveral de nuestros cuerpos, volvamos a lo que del árbol ha quedado hoy. Lo rodean florecitas amarillas. Que sean de ese color no es casual: desde tiempos inmemoriales la flor amarilla se asocia a la vida y la alegría. O sea, sus capullos restan pesadumbre al cadáver vegetal que se fue al cielo de los árboles por un absurdo: al ahuehuete (en náhuatl “viejo del agua”) lo mató la falta de agua en la ciudad que durante siglos fue el imponente Lago de Texcoco. Triste ciudad que cubrió su lago, y entubó sus ríos, arroyos y manantiales.
Pero a aquel lago fértil lo gozó Nezahualcóyotl, monarca de Texcoco y poeta, quien para poder ir a vivir al bosque aceptó en 1460 la siguiente condición del tlatoani Moctezuma I, su superior, máximo gobernante del Valle de México. “Nezahualcóyotl, es un gusto que vivas con nosotros en Chapultepec, pero si eres tan amable plántate unos ahuehuetitos. Anda, cabrón”. Se lo dijo con dulzura pero imperativamente y con voz grave. Bueno, quién sabe si haya sido exactamente así, pero es encantadora la imagen de la historia oficial: Nezahualcóyotl y su gente forestando los verdes jardines de Chapultepec, los mismos por donde 564 años después, en senderos y praderas con sequoias, sicomoros, liquidámbar y, claro, bajo un antiguo ahuehuete, los deportistas corren, los solitarios reflexionan, los atormentados se apaciguan, los niños juegan y las parejas se besan.
Ya son 55 años desde que -según el gobierno- El Sargento se quedó sin vida y mutó en sepulcro abierto. Pero hay gente que niega su muerte y descubre en su tronco que se bifurca trazas de vida que arrojan a las redes sociales. Ahí les van tres: Ingritorrinca: “Ya la están naciendo ramas nuevas”. Enrique: “De vez en cuando le sale alguna hojita verde por ahí”. Régulo Salazar: “En la parte superior crece una pequeña planta”.
No somos quién para apagar sus ilusiones: de ellas vivimos mujeres y hombres. Y aunque es cierto que ya no posee sus arcaicas ramas de follaje anarquista, espeso y alocado, sí guarda vida: en su tronco hay orificios de polillas, a las que poco les importa si El Sargento está muerto o no. En las noches esas mariposas peludas y sin glamour penetran y se nutren de la madera rojiza.
Todavía el ahuehuete conserva algo de su antigua grandeza: si sacas una cinta métrica e intentas abrazarlo, esa cinta no te alcanzaría. Ni modo, tiene una gran circunferencia de 12.5 metros. Y si alzas la cabeza imagina que en su apogeo midió 40 metros, altura que se ha ido reduciendo dramáticamente pues la sequedad lo desmorona.
Es decir, antes que El Sargento sea solo la leyenda de un árbol del que no queda nada -solo el recuerdo de los viejos habitantes de la Ciudad de México-, ve a conocerlo. Míralo y también échale agüita fresca, no vaya a ser que Enrique, Ingritorrinca y Régulo Salazar tengan razón.