Aníbal Santiago
Ciudad de México (CDMX).- Si existe un Dios dedicado a pintar los cielos, para crear el de la Ciudad de México jala desde su paleta tonos marrones, grisáceos y amarillos lechosos –bastante depresivos-, y casi nunca moja su pincel con naranjas y azules radiantes. La contaminación enfurece al todopoderoso: “¿Me van a dar esos colores? Pues ahí tienen su triste cielo chilango”. Por eso, quizá, en la capital no den muchas ganas de mirar al cielo y la gente prefiera caminar clavando la vista en el pavimento, muchas veces menos plomizo que lo que flota allá arriba.
Pero esta vez será indispensable que miremos al cielo. Lo tenemos que hacer sí o sí porque la historia que aquí se cuenta, en Municipio Libre y su cruce con Sur 73, transita en lo alto: un cielo atravesado por fierros que se unen y dividen, giran, se separan y vuelven a acercarse en un curso paralelo. ¿Por qué el cielo de la colonia Sinatel está acuchillado?
Porque en este rincón de la ciudad son necesarios esos fierros que se atacan como lanzas y que tienen un nombre: catenarias. Y aunque “catenarias” suene a rezos de señoras católicas de largas faldas cubiertas hasta el cuello (“vuelvo al rato, voy a la iglesia al rezo de la catenaria”), catenaria es esto: los cables elevados de los que toman electricidad los trolebuses. Es decir, muy simple: son unas vías del tren pero aéreas.
¿Trolebuses? Si ya en tu cabeza hay canas, sabes qué son, y quizá te recuerden que de chico te hiciste el rebelde trepándote en los “trolleys”, como llamábamos a esos vehículos blancos con naranja. Por fuera, en la parte de atrás, había dos bolas (retrievers) que los chamacos pisaban para agarrase de las ventanas y, sostenidos como monos de la selva, viajar gratis. El viaje valía 35 centavitos que metías en unas alcancías llamadas “marimbas”, pero con tal de que fuera gratis nos jugábamos la vida; no queríamos gastarnos en eso nuestro domingo.
El secreto para que el trolebús avanzara estaba justo al interior de las bolas donde se apoyaban nuestros tenis Dunlop: dentro de ellas estaban las piolas, los cables metálicos que ascendían por el trolebús para, embutidos en los troles -dos pértigas encajadas al techo que absorben los 600 voltios que hay en las catenarias- dotar de energía al vehículo. Fin de la clase de Transportes Antiguos (ya pueden salir al recreo).
La veterana línea de trolebuses que circula por avenida Municipio Libre permanece aquí, ya renovada, con primorosos y modernos trolebuses azules chinos Yutong -administrados por el Servicio de Transportes Eléctricos- con todo y sus troles que chupan energía de las líneas elevadas.
Si los troles necesitan la energía de las catenarias, los conductores de las unidades necesitan alimento. Afuera de este garaje de trolebuses que es a la vez el nacimiento de la línea que va hasta Mixcoac hay puestos de tacos de longaniza, pastor y carne enchilada; tamales y tortas de salchicha asadas al comal. Se alimentan prestándose el periódico Metro con fotonotas escalofriantes tipo: “Iba en el agua”, con la imagen de un pobre individuo que ya está en el cielo chilango porque manejó con unos Bacardís encima. Para tomarse sin angustia la rasposa vida de la ciudad, verás a los choferes leer con mirada filosófica echándose su cigarrito.
Podríamos pensar: “si existen peseros, taxis, autobuses, ¡no necesito trolebuses!”. Cómo de que no. Guadalupe Aguilar, jefa de terminal y erudita del transporte eléctrico, desde su cabinita de control de la estación San Andrés Tetepilco da a México argumentos para usar trolebús: “Los uso desde que tenía 8 años y ya tengo 33. Y ahorita, además, trabajo aquí. O sea, sé de qué hablo: son cómodos, rápidos, silenciosos y no contaminan”. 1, 2, 3, 4 razones demoledoras para subirse.
Y si el presente no te basta para usarlo, que te conmueva la historia. Aquí mismo transitaron desde 1957 los trolebuses que sustituyeron a los tranvías que por cerca de siglo y medio movieron a la ciudad. Aunque la memoria colectiva no borró jamás el accidente en tranvía que mutiló en 1925 la vida de Frida Kahlo, fue 28 años más tarde cuando una tragedia conmovió a la sociedad. Dos tranvías chocaron de frente en 1953 en la línea capitalina La Venta. El saldo, 63 muertos, más la muerte de los tranvías, que fueron retirados para ceder su puesto a los trolebuses, cuya naturaleza era un seguro de vida: como los troles enganchados a las catenarias son móviles, si en el camino surge una sorpresa el conductor maniobra con mucha más libertad.
Sin embargo, si bajas la vista en la calle Sur 73 descubrirás en el asfalto un vestigio de los tiempos de Dolores del Río: las vías por donde aquí mismo corría el tranvía. Y si eres un tranviófilo y quieres más, camina hasta el Museo del Transporte Eléctrico. En la puerta, la oficial Orozco te dará la bienvenida en una recepción con trolebuses y tranvías miniatura de cartón. Con la pluma acomodada entre las uñas más largas que jamás hayas visto, aguardará tu respuesta para escribir el siguiente dato en un libro de visitas aún más viejo que el tranvía.
-¿Es usted niño, joven, adulto o de la tercera edad?
-Lo dejo a su consideración-, le digo señalándome.
-Niño-, se carcajea.
Adentro del desaliñado museo todo es caótico, confuso, pero tiene su misterio ver montones de extrañezas: motores de corriente alterna, extractores de perno o “La Tongolele”, rompedora de asfalto para construir vías. Le decían así porque se meneaba sensual como las caderas de la vedette.
Y bueno, también hay joyas. Primero, verás un encantador tranvía PCC de los años 50 (“muy iluminado, asientos de piel, extractor de aire, confort y tercer pedal para avanzar y frenar: toda una innovación tecnológica”, explica con propiedad Gustavo, guía del museo). Luego te mostrará un trolebús “moyada” (el mismo donde casi pierdes la vida por ir de mosca) y el tranvía más célebre de México: el que en 1954 Luis Buñuel usó en la película La Ilusión Viaja en Tranvía.
Al irte, despídete de la oficial Orozco. Te dirá adiós agitando alegremente su mano de uñas infinitas antes de que camines bajo las catenarias para subir a tu trolebús.