Aníbal Santiago
Ciudad de México (CDMX).- Al Cerro Zacatépetl lo custodian celosos vigías pertrechados en cuarteles sorpresivos: sus adorables casas de madera de techos de dos aguas que desesperadamente buscan ser chalets de los Alpes suizos en plena Ciudad de México. Esos desconfiados sujetos también protegen al cerro dentro de sus mansiones poliédricas de cristal que aspiran a ser las fastuosas casas del futuro, o bien retozando en los mullidos sillones de sus palacios con jardines de nórdica belleza.
Todas esas casas forman calles con nombres de sonoridad y hasta fragancia natural: Estero, Laguna, Cataratas, Llanura. Usan cercas eléctricas con amperaje paralizante si pretendes invadir la morada o alarmas conectadas a centrales policiales receptoras de avisos de peligro. Y también cámaras inteligentes: temibles ojos digitales que te siguen si eres un bribón o incluso un simple paseante que babea ante la hermosura de este edén campestre milagrosamente encajado a un costado de un monstruo del capitalismo, el Centro Comercial Perisur, cuyas hordas de consumidor@s se arrebatan lo mismo Smart TV’s con paneles de última generación que sensuales tangas de Zara.
¿Qué tanto vigilan esos moradores? Sus residencias, desde luego, pero también al cerro –con fresnos, cipreses, pirules, encinos- que se expande a cinco pasitos de sus portones, un bosque deshabitado al que asumen como su propiedad y que hasta la llegada de los españoles –como en el Códice Florentino narra Fray Bernardino de Sahagún- era una elevación sagrada que pertenecía a miles de cazadores, ya sea nobles o humildes macehuales. Una vez al año, los indígenas llegaban de Xochimilco, Tenochtitlan, Cuernavaca y Cuautitlán. Disfrazados de Mixcóatl (Serpiente de Nubes), el dios de la cacería, y dirigidos por un tlatoani (Moctezuma II, por ejemplo), en lo bajo de la cuesta improvisaban chozas. Encendían una hoguera ritual y dormían. Al amanecer iniciaban una táctica simple aunque brillante: desde abajo rodeaban al cerro formando un aro e iban subiendo. Como el aro se iba reduciendo, los cazadores acorralaban a coyotes y venados. Con flechas, hondas, cerbatanas, en la cúspide mataban a los pobrecitos animales que por ningún lado hallaban escapatoria.
En lo alto del Cerro Zacatépetl, arriba de pirámides, los destazaban para extirparles el corazón, aún caliente, palpitante, y ofrecerlo a la divinidad, cruelmente ávida de esos órganos símbolo de vida.
En los años 70 y 80 esos sagaces indígenas fueron sustituidos por dos tribus primitivas y aún más peligrosas: empresarios y políticos. Tenían un método para olvidar que vivían en el empobrecido México de José López Portillo y para cumplir sus fantasías europeas: talar sin piedad las faldas del cerro y ahí alzar sus palacetes. De no ser porque fue declarado Área de Valor Ambiental, Zacatépetl ya habría muerto. Por fortuna, se salvó su mitad superior.
Tengo preparacion especial, Apá
Me entero que en 1972 el arqueólogo Jeffrey Parsons hizo un reconocimiento del sitio y descubrió tres pirámides –la mayor de 6 mts de altura-, petroglifos, terrazas agrícolas y cerámica posclásica.
Por eso me disfrazo, no de Mixcóatl sino de Indiana Jones, y le pido a mi hija que me acompañe. Llegamos y queremos subir pero nos topamos con policías uniformados que en casetas vigilan la exclusiva zona, guardianes tan serios que parecen resguardar el Pentágono. “No hay paso. Propiedad privada”, me aclaran en una caseta. De pronto, surge la misericordia: en una segunda caseta, la de la calle Montaña Baja al otro extremo del cerro, un oficial indaga mis razones para ascender.
-¿Su propósito?
-Investigación.
-¿Es investigador?
-Así es.
-Permítame, le llamo a un vecino, Alberto Lenz, el dueño del cerro.
El oficial marca y el dueño del cerro atiende. Hablan murmurando. El oficial me mira con sospecha, como si yo fuera un talamontes.
-¿Es investigador de la UNAM? Solo ellos pasan-, me aclara.
A punto de decir la verdad, recapacito por el bien de esta crónica y le digo que sí con culpa. “Pásele, adelante”. De inmediato, otro oficial, Marcos Gómez, me hace una solicitud: “sígueme, te voy a llevar al sendero que sube”, y empieza a correr junto a mi coche. Por la ventanilla veo al señor sesentón esforzarse jadeando: lucha por avanzar a mi lado con sus pesadas botas y su walkie talkie.
-Oficial, tiene muy buena condición-, lo felicito mientras conduzco.
-Es que soy escolta, tengo preparación especial, apá-, responde.
No sé si con mi flamante investidura de investigador de la UNAM merezco que me llamen “apá”, pero cuando me señala el camino hacia la cima solo puedo agradecer. “Cuidado con las culebras, apá”, me advierte.
Y entonces, inicia la caminata. Prepárate, exploradora, explorador. La belleza tiene forma de árboles, helechos. Y también de flores blancas (pseudognaphalium calificornium), rojizas (tabaquillo) y frutos púrpuras que crecen entre matorrales, ocultos por las lianas, entre troncos cavernosos: la lantana. Aunque parezca una deliciosa mora jugosa, ni loco la lleves a tu boca a menos que quieras acabar como los venaditos de la época de Moctezuma II.
Los senderos de Zacatépetl son de un misterio salvaje al que debes respetar por una razón simple: son muy parecidos entre sí, y si olvidas por dónde viniste te puedes confundir y extraviar. Y eso, si la luz se empieza a ir en este enclave donde no hay seres humanos sino solo follaje cerrado, es peligroso. No deseas quedarte a vivir ahí e inesperadamente volverte Tarzán. ¿O sí?
Para reconocer por dónde viniste no avientes migajitas como Hansel y Gretel; serán alimento de pájaros carpinteros, gorriones, alondras. Solo memoriza o amarra a los árboles cintas de color.
La maleza, espesa, enredada, aromática, lo cubre todo, pero si buscas huecos desde el cerro prehispánico verás en el horizonte la catástrofe urbana: el Periférico, los rascacielos de trasnacionales, las humildes casitas del superpoblado Ajusco con sus tinacos Rotoplás.
Después de una hora de caminata, mi hija me pone un alto: “si quieres seguimos, papá, pero no se ve ninguna pirámide”. El único rastro arcaico que encontramos es una enorme roca con una inscripción antigua incomprensible: JBATA. ¿La habrá cincelado un conquistador? Quién sabe. Pero ¿y las pirámides y las terrazas prehispánicas y la cerámica del posclásico? De eso no vemos nada, y salvo los tlacuaches y teporingos que no hablan castellano, no hay un solo ser humano a quien preguntarle. Una hipótesis es que el follaje infinito cubriera con sus hojas, cañas, ramas, troncos, todos los vestigios de los tiempos de los cazadores rituales. Si los encuentras, ya sabes que eres mejor arqueólogo que Eduardo Matos Moctezuma. Y si no, no importa: siéntate en los recovecos de sombra que forman las enramadas. Aunque muy al fondo se oyen los trailers, es tal la paz que imaginarás tiempos antiguos con todo y cazadores vestidos de Mixcóatl.
La excursión en el Cerro Zacatépetl; tus botas retando subidas y bajadas y embadurnándose de tierra, hojas, pastos; las sendas de cuento que se abren en el verdor hechicero musicalizado por grillos y aves, serán tu aventura más emocionante y deliciosa del año.
Y no lo olvides: aunque te vean con sospecha, en los caminos del Cerro Zacatépetl tú siempre eres investigador/a de la UNAM.