Aníbal Santiago
Ciudad de México (CDMX).- Es el cuerpo de un viejo luchador que se niega a retirarse: abultado, carnoso y, por los golpes del tiempo, ya blando, pero aún poderoso. Su tronco lleno de bolas es un músculo impaciente y con vida propia, aunque al árbol casi nadie lo ve. ¿Por?
Porque si los habitantes de la capital del país piensan en un ahuehuete de su ciudad imaginan en automático al célebre Árbol de la Noche Triste: se entiende, es fascinante pensar que hace 523 años lo regaron las lágrimas de Hernán Cortes cuando entre tinieblas lloró a su ejército asesinado. Pero si la vida fuera justa el ahuehuete de San Diego Churubusco, exactamente de la misma especie, Taxodium mucronatum, y sin una pizca de la fama de su hermano de Tacuba, debería atraer la mirada de l@s oficinistas. Cada mañana se apuran en Avenida del Convento para checar puntuales la tarjeta y ni de reojo lo miran. Nada. Ni su poderosa corteza rojiza, ni las ardillas que lo pueblan, ni sus ramas vigorosas que sostienen miles de hojitas (buenas en té para mejorar la circulación), ni sus raíces atléticas que emergen de la tierra como puños de un monstruo desesperado por el entierro.
Pero seamos justos, se sospecha que este ahuehuete también tiene un pasado heroico: seguramente fue regado por otras lágrimas, mexicanas e irlandesas. Hace 176 años, en la intervención estadounidense, con cañones, morteros y fusiles que accionaron sus 8500 combatientes, el general Winfield Scott asaltó el Convento de Santa María de Churubusco. Entre esos católicos muros de piedra elevados durante la Conquista por frailes franciscanos se había refugiado el general Pedro María Anaya con cinco batallones mexicanos y uno irlandés, el de San Patricio, formado por desertores del ejército de Estados Unidos. Aunque hubo buena resistencia mexicana, eran 1600 militares (apenas la sexta parte de los gringos) y para colmo se acabaron las balas; no hubo más que rendirse cuando ambos bandos sumaban 2700 muertos. Una tragedia.
De esa otra noche triste quedó una pintura anónima del siglo XIX donde hay un primoroso árbol de mediano tamaño en plena línea de fuego, indefenso en medio del tiroteo. ¿Es el ahuehuete que hoy vemos junto al convento, hoy Museo Nacional de las Intervenciones? Probablemente. Los expertos de la agrupación Árboles de la Ciudad de México lo afirman de este modo: “Tal vez presenció la Batalla de Churubusco”. Su gran altura y el diámetro de su tronco (cerca de 13 y 10 metros, respectivamente) indicarían que el sangriento 20 de agosto de 1847 ya estaba ahí, y que sobrevivió a la metralla.
Tanto tiempo después, su gruesa plataforma protectora de concreto, desgajada por las raíces, la usan filósofos del corazón que han escrito con plumón aforismos como “El amor nunca será malo” o Alguna vez has estado enamorado, expresados en un globito por una tortuga.
A los lados del árbol, varias chicas entrenan kickboxing. Amarran a los fresnos vecinos sus peras y costales, y los agarran a puñetazos y patadas mientras en una bocina portátil alguien canta: Era blanca y yo era gris / Era luna sin un fin / Una estrella y de todas la más bella / Así era ella / Uy, ay, ay, ay, ah. Cristian Castro y su voz acaramelada dan música a las rutinas atléticas y, claro, explican al anciano árbol lo que es el amor humano. “¡Vamos-vamos -exclama Rogelio, el instructor-, no paramos de golpear hasta que acabe la canción. Si paran, el enemigo las cachetea”.
Ya no encontrarás municiones de la vieja batalla entre gringos y mexas pero sí verás, entre mucha basura, los rastros dejados por los catadores de cerveza, reyes del ahuehuete: botellas de Corona, Bohemia, Victoria e incluso artesanal Cucapá. No te ilusiones: no podrás refrescarte, están todas vacías.
¿Por qué están ahí? La respuesta la tienen tres damas elegantísimas de faldas antiguas y un señor de traje y sombrero Panamá: (los llamaremos Señora 1, 2 y 3, y Señor Catrín, hombre traído de la época de Pedro Armendáriz). Frente al ahuehuete, un martes a la mañana cuidan de pie su bastidor de folletos que anuncia: “CLASES DE LA BIBLIA GRATIS”. Los Testigos de Jehová me sonríen como si fuéramos familia.
-Puede llevarse lo que quiera, no cuesta nada-, ofrece la Señora 1.
-En realidad vine para escribir una nota sobre el ahuehuete-, les aclaro.
-Está bello, pero ahí hacen sus fiestas los muchachos: es un crimen, se sientan con sus botellas los de Prepa 6, la Escuela de Danza, de la Secundaria Defensores de Churubusco-, informa Señora 2.
-Traen su vaso de atole, botellas y olvidan recogerlos, añade Señora 3.
– Hay que entenderlos: no son sucios, sino sufren Alzheimer y olvidan dónde dejaron las cosas-, bromea el Señor Catrín.
-¡Y los perros se suben y rascan la tierra!-, se queja la Señora 3.
-Pero los perros son los que mejor se comportan. Ellos sí recibieron Educación Cívica-, cotorrea otra vez el Señor Catrín.
Todos reímos y les pido una foto con el ahuehuete. “No-no-no”, se niegan gritando divertidas. Pero el Señor Catrín se anima: “¡Yo sí!”, dice; me informa que se llama Edgar Pérez, se ajusta el sombrero y hasta posa sonriendo. Click-click-click.
“Bueno, mucha gracias. Los dejo”, me despido pero me detienen: “¿No va a llevarse nada?”, insisten. Apenado, agarro dos folletos: uno amarillo titulado “¿Dónde hallar respuestas a las grandes cuestiones de la vida?”, y otro guinda aún más interesante”: ¿Será que los muertos vuelvan a vivir?”.
Al rato, ya en casa, leo que los ahuehuetes viven hasta 1400 años. Está claro que de la muerte nos preocupamos los humanos, no ellos. En el año 2692, cuando ya estemos bajo tierra, nos gobiernen androides y los autos tengan alas y vuelen, el ahuehuete de San Diego Churubusco ahí seguirá. Fuerte como un viejo luchador.