Aníbal Santiago
Ciudad de México (CDMX).- San Pedro de los Pinos es tan vieja que sus calles reciben nombres de armas que ya ni siquiera existen, como La Bayoneta, y de señores que nadie tiene idea quiénes fueron, como Licfas y Gudiño.
Si fuera una persona, San Pedro de los Pinos avanzaría con andadera cinco metros pero sofocada como en un maratón, su dentadura postiza se movería al hablar, habría que juntar las manos formando un túnel sobre su gran oreja para que percibiera nuestro grito (apenas como un susurro) e, incapaz de morder, solo podría digerir papillas de chayote. Ha envejecido mal, pobrecita.
Pero por un instante no pensemos en 2023. Hace siglo y medio esa colonia de la Ciudad de México era un vergel: jardines con árboles frutales rodeaban casas de campo y villas veraniegas a las afueras de Tacubaya, su pueblo vecino, más comercial, inquieto e inseguro. Por eso, si eras pulquero, costurera, afilador y estabas cansad@ de tanto grito, bullicio y regateo de Tacubaya, agarrabas mula, carreta, bici, zapatos o lo que fuera para llegar en minutos hasta el apacible San Pedro de los Pinos, católico además de campestre. Su fe silenciosa se esparcía para contemplar, recogerse y escuchar la voz divina que emanaba de la extinta Capilla de San Pedro, inspiración para el nombre que hasta este día la colonia tiene, al que se le agregó “de los Pinos” por sus hermosos pinares. A Melesio Morales, eterno habitante de San Pedro y genial compositor de ópera, lo acompañó ese silencio para escribir en 1867 -sangriento año del asesinato del emperador Maximiliano- la obra “Dios salve a la patria”. Aunque ni Dios nos salvó, en la colonia siempre deambula Dios.
Hoy, cuando su urbanización de más de 70 años de historia lo ha despedazado y sus pinares fueron sustituidos por postes de luz con telarañas de cables que dan algo tétrico a su aire nocturno, San Pedro de los Pinos, como el viejo que ha perdido la memoria pero que sentado en su mecedora goza segundos de lucidez y es capaz de relatar su pasado, recuerda sus huellas religiosas, aun vivas. Ojalá ahí sigan (primero Dios) muchos años más y no las demuelan para construir Oxxos.
Iniciemos la caminata. Si avanzas por Calle 4, te topas con un portón de artísticos barrotes negros y alzas la cabeza, tus ojos se llenarán de polvo de arcilla cocida. Restriégalos para ver bien. Esos enigmáticos muros de miles de rojos ladrillos mudéjar que forman figuras geométricas eran en 1895 el Convento de Madres Teresianas, adoradoras de Santa Teresa de Jesús, fundadora de la Orden de Carmelitas Descalzas y patrona de los escritores ca-tó-licos. ¡Ojo!, ¿eres escritor ateo? Ni sueñes con protección. Ni modo.
Ya no existen en el antiguo edificio monjas que pidan a la santa “Oh, pequeña Santa Teresa del Niño Jesús que durante tu corta vida en la tierra te convertiste en un espejo de pureza angélica / de amor fuerte como la muerte y de abandono incondicional a Dios / lanza una mirada de piedad sobre mí mientras dejo todas las cosas en tus manos”. Pero sí estudian ahí cientos de adolescentes, puras mujeres. El convento se volvió la Secundaria Pública 8 Tomás Garrigue Masaryk, quizá única institución educativa de gobierno que solo acepta mujeres. El artículo 3 de la Constitución (la educación “será mixta”) tose nervioso, pero tú no digas nada.
Si te despides del piadoso colegio y enfilas al norte, sobre avenida Primero de Mayo, caminarás entre hileras de fresnos. De pronto, incrustada en un edificio, en un muro exterior ensombrecido por el tiempo, te observa una virgen con un bebé en brazos custodiada por dos ángeles. No vivimos días pujantes que nos permitan pagar pasajes aéreos que nos lleven a Florencia para dentro del Spedale degli Innocenti observar el lienzo Madonna con il Bambino e due angeli que Botticelli pintó en 1465. Pero si tomas la Línea Naranja y bajas en Metro San Pedro de los Pinos verás su interpretación mexicana versión azulejos: María y su hijo mesías, intactos, coloridos y resguardados por angelitos que aletean en un cielo dorado.
San Pedro conduce a lugares misteriosos que conocerás porque caminar es arrojarse al azar. Retozando en los alfeizares de las ventanas, los perros del barrio te ladran furiosos si descubren que eres un forastero y representas un peligro; la Verdulería Tejupilco festeja septiembre con rehiletes (otra especie en extinción) que con el vientecillo agitan sus aspas tricolores e independentistas; en el altar a la Virgen de Guadalupe de la Calle 2, entre flores de utilería, puedes pedir por un milagrito. Y algo esencial: el catálogo de antiguas ventanas te da idea de cómo eran las calles hace siglo y medio, cuando al caer la tarde los faroleros subían escaleras para encender con aceite los faroles de mechas e inspiraban la poesía de los Flacos de Oro (Farolito que alumbras apenas mi calle desiertaaaa / cuántas noches me viste llorando llamar a su puertaaaa).
Las viejitas se asoman para regar en los salientes de sus ventanas malvones vigorosos y floridos, tan rosados que deslumbran. Hay otras ventanas de madera atestadas de agujeros creados por polillas desde los días de don Porfirio, labor heredada a sus hijas, nietas y bisnietas, polillas que aún no se jubilan y degluten voraces los tablones que se desmoronan. Y también existen ventanas que ocultan salas de altísimos techos: mujeres y hombres sombríos que viven ahí (era la casa de su tía que murió soltera) fisgonean hacia afuera. Sus miradas ojerosas atraviesan los herrajes negros decorados con grecas, y que en lo alto imponen sus convicciones católicas con firmes cruces de hierro. Serias y serios, los moradores te clavan sus miradas de miedo desde su casa de San Pedro de los Pinos, el siempre católico. Persígnate, ahora mismo.