*Caminar por San Andrés Tzicuilan, una comunidad del Pueblo Mágico de Cuetzalan, es descubrir añejos telares de cintura, encontrarse con abuelas, hijas y hombres conservando una tradición ancestral del tejido mesoamericano
Édgar Ávila Pérez
Cuetzalan, Pue.- Un camino reducido y serpenteante, repleto del verde de la naturaleza, conduce a una comunidad de murales de colores chillantes, con añejos telares descansando por momentos en los patios, salas y recamaras de las hogares de los pobladores.
Los tonos de las paredes retocadas con obras de arte que reflejan las costumbres locales, se mimetizan con las tonalidades de los cientos de hilos colocados meticulosamente uno tras otro en esos telares artesanales que forman parte de la estampa cotidiana de San Andrés Tzicuilan.
Adentrarse por las reducidas calles flanqueadas por viviendas de tejas rojas, es internarse a una comunidad donde una tradición ancestral se mantiene viva, una práctica que desde la época prehispánica permitió a mujeres mesoamericanas confeccionar su indumentaria usando su imaginación y creatividad.
Caminar lentamente por ese mundo a las afueras del Pueblo Mágico de Cuetzalan, abrazado por el húmedo y bochornoso ambiente, es encontrarse con las manos arrugadas y llenas de vida de las abuelas que presumen las técnicas aprendidas por generaciones para tejer con la urdimbre, los hilos verticales que definen el largo y ancho del tejido, y con la trama, hebras que se entrecruzan.
Es encontrarse con las hijas y nietas de esas abuelas manipulando con naturalidad sorprendente los dos grupos de hilos, entrelazando colores como su vida misma y mágicamente creando arte.
“Aprendí a los siete años, me enseñó mi mamá”, presume María Marcelina sentada en el patio, con el telar atado a su cintura y escuchando a los lejos el cacareo de las gallinas.
Su madre María Francisca Jiménez le mostró los distintos hilos, como el compuesto por poliéster y le explicó que hacer rebosos de seda es más laborioso, por lo delgado de la fibra. “Me gusta, es un orgullo porque se va conservando nuestro trabajo”.
Pasear por el lugar es encontrarse, a veces, a hombres de manos curtidas por el trabajo en la obra, entrelazando los filamentos que terminan convertidos en vestidos, blusas y bufandas.
“Yo trabajaba en la obra”, dice Emilio Martínez, “pero cuando llegamos acá el café se acabó, dejaron de sembrar y estaba muy barato y vi que yo podía tejer y empezamos a vender prendas”.
Curtido en las construcciones de la Ciudad de México, siente que tejer es un acto de magia pura. “Cómo de un conito de hilo que viene enredado podamos hacer prendas muy bonitas”, describe.
Magia pura caminar los senderos de los tejedores, disfrutar de sus creaciones.