La estatua de Fidel Velázquez: el mito enjaulado

Aníbal Santiago

Ciudad de México (CDMX).- Hoy es solo la estatua de un hombre firme, seguro y vigoroso frente al Monumento a la Revolución.

Pero hace décadas era una cosa muy distinta. Como un decrépito pero venerado rey sin corona ni cetro, sino traje y corbatas grises, negros, cafés -tonos sombríos del guardarropas priista-, sobre su silla de ruedas el líder sindical Fidel Velázquez era conducido por su séquito de burócratas a una lúgubre sala y rodeado de inmediato por una turba de reporteros que preparaban sus libretas, lo asediaban con micrófonos y grabadoras como si estuvieran ante una deidad viva a punto de anunciar el fin del mundo. Lo oían y miraban atentísimos, cual felinos vigilantes.

La actitud alerta de los periodistas no se debía a que lo que diría en segundos el anciano líder de la Confederación de Trabajadores de México (CTM) fuera deslumbrante, trascendental, sino a que su vejez, cruel, malsana, decadente, ya casi ni hablar le permitía, y había que escuchar algo para redactar la nota. Pese a todo, lunes tras lunes durante más de medio siglo él dio su conferencia de prensa. De vez en cuando se quedaba dormido y un auxiliar lo despertaba tocando su hombro y murmurando un disimulado “¡Don Fidel!” que todos oían. Y otras veces su boca arrugada se entreabría arrastrando palabras sueltas apenas comprensibles: “derechos”, “obreros”, “precios”, “salarios”. Su voz inaudible era la de un enfermo agonizante, pero esa voz se convertiría en los titulares de prensa del martes: “Don Fidel advirtió, aseguró, manifestó” se informaba en potentes letras negras.

Decíamos que el máximo dirigente gremial en la historia de México ya es solo la estatúa de la colonia Tabacalera en la entrada de la CTM, el viejo edificio sede de la central obrera existente desde 1936, cuando el hombre de 36 años, entonces líder sindical lechero, la fundó con tres fines: 1.- Dar una patada en las nalgas a la izquierda sindical de Vicente Lombardo Toledano. 2.- Apaciguar a los obreros que hasta los días de Álvaro Obregón lo resolvían todo a tiros. 3) Hacer la voluntad del sacrosanto Pre-si-den-te-de-la-Re-pú-bli-ca. Ah, y defender los derechos de los trabajadores (casi se nos olvida).

La estatua de la calle Vallarta está enclavada en un patio de mármol negro -piedra con que se venera a los muertos inmortales- y protegida por gruesos barrotes de hierro, una jaula fortificada, para que nadie se atreva a tocar al padre del corporativismo que azotó a las peligrosas masas trabajadoras hasta domarlas -salvo excepciones- como french poodles que recibían sabrosos latigazos marca PRI.

Atrás de la estatua se yergue una bandera monumental de México; de tan sucia y abandonada, el blanco de en medio ya es gris. Y más atrás, sobre la fachada del gordo edificio de siete pisos de la CTM, está el logo de esa organización que controlaba a los sindicatos, con su silueta de México en medio de un yunque (suponemos que ahí se martillaron los derechos de millones de obreros) y un engranaje (con el que se los explotó). Relajado con brazos sueltos, pantalón de vestir tres tallas arriba de su medida, robustos zapatos ideales para dar puntapiés, el bronce de Fidel, con sus clásicas gafas de pasta, mira hacia abajo: quizá a sus súbditos, todos los obreros imaginables en una carrera de cerca de medio siglo como jefe de jefes sindical de México (1950-1997). Ningún priista se acercó ni tantito a su longevidad dinosáurica en activo. A los 97 años, poco antes de morir, seguía despachando, o al menos lo tenían ahí de monigote: los monigotes hacen lo que les place a sus dueños (el dueño de Fidel Velázquez residía en Los Pinos). “Fidel instrumentaba las decisiones presidenciales, no tomaba las decisiones”, explicó el analista Miguel Basáñez.

Aunque murió el 21 de junio de 1997, jamás olvidaremos su gran declaración, lanzada alguna vez en que el PRI se sentía amenazado en las urnas: “A balazos llegamos y los votos no nos sacarán”.

Bajo las barras metálicas que protegen a don Fidel hay un cantero de una planta llamada Dietes bicolor con florecitas blancas. Un pequeño mundo vegetal seco, deprimido; quizá la culpa es de la triste tierra donde crece: los oficinistas del centro de la Ciudad de México la usan como cenicero –hay colillas con bilet de todos los colores-, o como composta de cáscaras de mandarina fosilizadas, o como depósito de chicles masticados e incluso de una hoja de afeitar Astra (ignoramos si un priista con ella se quitó aquí la vida o simplemente se afeitó al aire libre).

Al pie de la estatua hay una larga escalinata que usan los escasísimos sindicalistas priistas que sobreviven (todos aún visten como Fidel) y que conduce al enorme lobby de la CTM donde reposan bustos de piedra de otros sindicalistas y, por supuesto, de Fidel (por si no se sacia tu hambre de estatuas tricolores). El oscuro edificio, repleto de oficinas vacías y hoy desolado, podría ser set de una película de terror.

Cuando te alejes caminando por la calle Vallarta pasarás por el Hotel Corinto, según rumores la histórica sede del amor carnal sindicalista y priista (aunque no lo puedas creer, ellos también se amaban, e incluso intimaban).

 

 

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