Ofrendas monumentales de Cacaloxúchitl

*En el municipio de Huaquechula es una tradición que el 28 de octubre se coloque una ofrenda a los muertos; generalmente son de tres pisos y alcanzan hasta los siete metros de alto

Guadalupe Bravo

Huaquechula, Pue.- Tres cruces blancas elaboradas de papel corrugado se posan en un letrero bajo el sol sofocante de la media tarde a la entrada de Cacaloxúchitl, una localidad del municipio de Huaquechula.

Dos cosas hacen famoso a este pueblo: los migrantes y las ofrendas monumentales. Esta pequeña localidad, de poco más de tres mil habitantes, no es rica en atractivos turísticos, su tierra no cosecha frutas que se exporten y tampoco tiene campos rebosantes de flores como Atlixco, el municipio vecino.

Cacaloxúchitl tiene mano de obra. Hombres y mujeres que en muchas ocasiones no llegan a cursar la escuela secundaria, pero sí se las ingenian para atravesar más de dos mil kilómetros a través de nuestro país para llegar a la frontera con Estados Unidos.

Las remesas son las que mueven la economía del lugar, las que se utilizan para colocar las ofrendas monumentales a los seres queridos que se quedaron, pero partieron a otro plano.

Cada año, es una tradición que el 28 de octubre se coloque una ofrenda a los muertos. Generalmente son de tres pisos y alcanzan hasta los siete metros de alto y los 20 mil pesos de inversión. Aún sin contar con los elementos tradicionales que deben llevar, como el copal, la fruta verde, las tortillas, el mole, el pan, el café, los cirios y las representaciones de ángeles.

Pero el recuerdo lo vale, así como la despedida y el respeto a la tradición. El pueblo y quienes se dedican a montarlas saben que el color azul se usa para adornar las ofrendas de los hombres, el rosa para las mujeres y el blanco para los niños.

Para los habitantes de Cacaloxúchitl han sido años particularmente difíciles. El sismo del 19 de septiembre de 2019 y la llegada de la pandemia de Covid-19 en 2020, se llevaron a varios vecinos de la comunidad.

Rafael Mellado Mata. Un hombre de 42 años que no gozaba de un excelente estado de salud y se convirtió en una de las 45 víctimas de la pandemia en el municipio.

Su madre es guardia y custodia de su ofrenda monumental blanca, la que mira entre sollozos y silencio. Y aunque este color tradicionalmente está dedicado a los niños, ante sus ojos aún es un pequeño corriendo en la casa que ahora lo despide.

Su hermano también está sentado a su lado. “Ya ve cómo fueron las cosas, él no estaba muy bien y se enfermó, por eso falleció”, dice dice resignado mientras observa el baile de fuego que provoca la flama de las veladoras.

Antes de abandonar el lugar, invita un pan con café de olla. El sabor es inigualable, ni las cafeterías más prestigiosas de la capital lo igualan.

Sorprende ver y sentir la hospitalidad que tienen las personas que están viviendo el duelo de la muerte. La tradición es en realidad un proceso tan íntimo, ya que no solo accedes a su casa, sino también a sus recuerdos.

Las ofrendas monumentales terminan siendo un último regalo al ser amado. Tal vez con la esperanza de que a su regreso al mundo terrenal se den cuenta que no fueron olvidados.

Tal es el caso de doña Cecilia y don Guadalupe Domínguez. Ella estaba muy enferma y él la cuidaba, a pesar de su avanzada edad. Así lo hizo hasta el último día de su vida. Ella murió al mes, iba a cumplir 75 años.

Su hijo colocó una ofrenda monumental en el cuarto principal de la casa, exclusivo para honrar a sus padres. Combinó el color rosa y el azul y lo llenó de arreglos florales, cazuelas de mole, panes de temporada y cirios que no se apagan hasta el 2 de noviembre.

La costumbre es que los familiares regalen pan, café, tamales, mole y hasta pozole a los visitantes en agradecimiento por acompañarlos a rendir memoria. Mientras que los visitantes deben llevar una veladora en muestra de respeto.

La familia de Ana Line Gómez la despidió junto con su esposo, fallecieron en un accidente automovilístico. Su papá aminora el desconsuelo con varios caballitos de tequila.

“Era mi hija”, dice con la voz entrecortada y un vaivén en la mirada. “Ella sabía que es nuestra tradición y ahora le tocó. Lo hacemos para respetarla, para recordarla. Se fue con mi yerno”.

Cuando comienza la temporada de Día de Muertos hacen un camino de pétalos de cempasúchil para darles la bienvenida y cuando este período finaliza, lo crean a la inversa para despedirlos y agradecerles que los hayan visitado.

A las 12 de la tarde de ese día, la Parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe repica las campanas y el sacristán lanza cuetes en señal de duelo y despedida. En el panteón la postal no es diferente. El camposanto se llena de familias que se arman con cubetas y escobas para limpiar las tumbas.

Algunos de los presentes lloran, otros se ríen y otros hasta platican, o al menos lo intentan, con el familiar que se les adelantó, mientras quitan la maleza y limpian el lugar donde posan sus restos.

Al final de la jornada, el panteón se llena de flores de nube, cempasúchil y terciopelo, mientras que el sol cede de a poco y se va metiendo detrás de las montañas. Con un paso lento y el corazón satisfecho, los lugareños regresan a sus casas.

La cuenta regresiva comienza. A partir del 3 de noviembre y hasta el 27 de octubre del próximo año, es el tiempo que se toma en cuenta para colocar las ofrendas monumentales a quien desgraciadamente pierda la vida.

El adiós solo radica en este plano y en la ofrenda monumental que se colocó frente a la iglesia, con 74 ‘calaveritas’ que representan a las personas que fallecieron este año en Cacaloxúchitl. Lo único que le queda a la gente de este pueblo, es celebrar a sus muertos.

 

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