*Inaugurado en el lejano 1941, el recinto ubicado en el Centro Histórico ahora permite que bajo el manto de la oscuridad y el anonimato, sin importar el color de piel, el peso o las arrugas del cuerpo, la pasión desinhiba la pena y los prejuicios.
Guadalupe Bravo
Puebla, Pue.- “Cinéfilos” anónimos que nunca miran la película son quienes mantienen el proyector encendido del Cine Colonial en el Centro Histórico de Puebla.
El suntuoso complejo cinematográfico fue inaugurado el 2 de agosto de 1941 por el entonces gobernador, Gonzalo Bautista Castillo. En sus butacas se sentaron los personajes más ilustres de la época, la sala era lujosa y la proyección era una nueva forma de entretenimiento en la capital poblana.
Su pantalla plasmó la época dorada del cine mexicano, e incluso “Star Wars” en los años sesenta, pero con la llegada de los complejos cinematográficos y la capacidad limitada de proyectar más de una película por función, las butacas se atestaron de olvido.
Han pasado más de 80 años desde aquel día en el que fue el “orgullo de Puebla”, como lo menciona su cartel inaugural. Aún con el paso del tiempo, el Cine Colonial no cerró sus puertas ya que su público, instalaciones y sus proyecciones cambiaron.
Ahora, un pequeño letrero brillante cuelga de la marquesina sobre la acera. Luces azules y rojas parpadean alrededor de la palabra “abierto”. El anuncio desentona con el resto de la arquitectura del inmueble.
En el exterior, el edificio está cubierto de pequeños mosaicos de talavera en forma de rombo y ladrillos. Dos columnas grises perfectamente diseñadas son los alfiles que cuidan la “joya arquitectónica” que actualmente exhibe cine para adultos.
“Solo para mayores de 18 años”, se lee en un pequeño letrero escrito a mano en la taquilla. Es casi imposible ver el rostro de la persona que entrega las entradas, pero aún conservan el antiguo formato de entradas de cine.
Luego de pagar cuarenta pesos por boleto, otro hombre dirige a los visitantes a una de las dos áreas dentro del recinto, una zona general para solteros y una VIP para parejas, solo heterosexuales.
En el interior, casi todo está oscuro, con pequeños candelabros que apenas dan poca luz, la necesaria para no caer al suelo, y los ojos tardan unos minutos en acostumbrarse. Sin embargo, los objetos gradualmente desarrollan forma y claridad. Al menos 150 asientos están alineados en tres filas frente a la pantalla que aún no se han encendido.
Uno por uno, alrededor de quince hombres entran al área de solteros. Algunos se sientan, otros se paran en los rincones y los más intrépidos hablan con los que tienen al lado.
Y entonces comienza el desfile, con varios hombres caminando entre las filas buscando a alguien dispuesto a dejar prejuicios, tabúes y la ropa.
La película comienza y con ella también los susurros. Nadie la mira, pues lejos de ser un filme erótico, es una producción de bajo presupuesto que podría ofrecerse en cualquier puesto pirata de la zona.
Están abstraídos en su deseo, sin escuchar los gemidos de la mujer en la pantalla. La película es solo una excusa para satisfacer los deseos sexuales en un lugar que tiene acabados similares a los de una iglesia.
Irónicamente, los muros son una clara expresión del arte colonial, con ornamentos de estilo churrigueresco que conforman la fachada de una iglesia. Un balcón que no lleva a ninguna parte, solo muestra la grandeza de la que gozó décadas atrás. Es el testigo material de las escenas sicalípticas que se desarrollan en las butacas.
Una escena no puede ser descrita sin involucrar a la siguiente. Uno de los hombres utiliza la boca para satisfacer al sujeto con el que había estado hablando tres minutos antes, mientras que otro los observa desde el asiento trasero.
El Cine Colonial se ha convertido en un punto de encuentro para oficinistas, padres de familia, trabajadores, estudiantes y hasta jubilados que se deshiniben y viven la adrenalina de una experiencia sexual inmediata.
La permanencia es voluntaria, pudiendo ver hasta dos películas en el mismo día. Además, aún conservan los “intermedios”, lo que permite a los visitantes cambiar de pareja, salir solo o acompañado.
Dentro de la sala, bajo el manto de la oscuridad y el anonimato, sin importar el color de piel, el peso o las arrugas del cuerpo, la pasión desinhibe la pena y los prejuicios.
Una mujer trans que ronda las butacas habla con un hombre con el que finalmente sale agarrada del brazo. En el recibidor, enormes espejos se esconden de los transeúntes entre los pilares del edificio. Sirven para que los visitantes arreglen su ropa, su cara y su historia para ir de regreso a casa.
Una parada de autobús se encuentra saliendo del recinto, quienes esperan miran a los hombres con picardía, otros con rechazo y algunos con curiosidad.
“Es un cine porno, me los contó mi tío cuando era niño”, dice un joven que espera su camión, mientras mira las cinco ventanas del lugar cubiertas de ladrillos, como si fuera una fortaleza inexpugnable.
Por curiosidad o por miedo, pero casi todos los transeúntes miran de reojo al pasar. Lo que sucede dentro del Cine Colonial es un secreto a voces en la ciudad. Para quienes lo frecuentan, sin embargo, es un lugar de liberación y misticismo, donde no importa el nombre ni el oficio, únicamente que al día siguiente desfilarán otros rostros, otros cuerpos, otras filias.