*En el mítico Coyoacán, un viejito de canas, agrio como el abuelo de Heidi, atiende una vieja heladería, cuyos sabores sacuden por su colosal potencia
Aníbal Santiago
Ciudad de México, CDMX.- La ventanita de la calle Carreteraco te juega una trampa. Protegida por un herraje verde común como el de cualquier casa de la Ciudad de México, anuncia en un cartelito: “Venta de productos Mary Kay”. Jamás sospecharías que aquí, detrás de esta fachada descascarada bajo la que cuelgan marañas de cables eléctricos de tiempos inmemoriales, se fabrican helados. Golpeas el vidrio y esperas 10, 20, 30 segundos. Al fin, un corpulento viejito de canas, agrio como el abuelo de Heidi, irrumpe lentamente en el espacio corriendo la cortina de antiquísimos encajes que divide al negocio de su sala, y arrastrando dos bastones sale a atenderte. “Buenas -dice-, ¿de qué le doy?”. “De fresa y naranja”, le pides. “No es época de naranjas -refunfuña-. Te voy a dar de nuez”.
Ni me consulta, es una orden, y yo me siento como un niño reprendido. Toma un vaso plástico de un aparador vetusto, con el funderelele lo llena del helado que con la fórmula que él mismo creo hace décadas elaboran sus nietos, lo apoya en la bardita del frente descascarado de su hogar y con ruda ternura te lo entrega avisándote que te dio pilón: (“también te puse de cajeta”).
La vieja heladería del pueblo de San Lucas -en Coyoacán- es la austeridad pura: no hay más que una bibliotequita con libros polvorientos de autores desconocidos, y una foto firmada por una guapa morena de gran sonrisa. “¿Quién es?”, le digo. “Es Amaranta Ruiz -me dice extrañado, como si le estuviera preguntando quién es María Félix-. Actúa en novelas de Canal 2 y es mi vecina, vive ahí enfrente”.
Me animo a preguntarle qué ingredientes lleva su fórmula secreta que perpetúa este negocio rey del anti marketing. Pero frunce el ceño y me regaña: “¡Claro que no te lo voy a decir!”. Intento en mis adentros descubrir el recóndito secreto del manjar que he probado durante años. Pienso en leche condensada y mucho huevo, pero no se me ocurre nada más: sé que mi averiguación se queda corta. Pago, me da el helado con su mano temblorosa y me despide con un frío “buenas tardes”. Sin más, se va: es un sabio malhumorado que sabe que lo que produce es maravilloso, y punto.
El de cajeta sabe a una espesa e intensa jalea congelada; el de fresa, consentido de muchos, es una cremosa detonación de frutas jugosas, como si a cada fruta, a cada semilla, el anciano heladero le arrancara un néctar esencial.
Camino hasta la vecina plazoleta de San Miguel, un apacible rincón de adoquines con una fuente generosa y tres bancas. Me siento en una. El helado de nuez, que estoy probando en este instante, me impacta: una pasta chiclosa suculenta te va envolviendo el paladar hasta que se apodera de ti. El sabor te sacude por su colosal potencia. La única publicidad de los Helados de la Ventanita es su sabor inexplicable y su acaramelada densidad. Vas a sonreír.
Carreteraco 109, Barrio San Lucas Coyoacán, Ciudad de México.