*A semejanza de la ciudad del amor, Paris, en el cerro donde se protagonizó la batalla contra los franceses, cientos de candados comprometen a los enamorados
Carolina Miranda
Puebla, Pue.- Arnold y Laura, Fernando y Jessica, Luis y Verónica son decenas de nombres que yacen grabados en candados de todos los tamaños, grosores y colores en el mirador de Los Fuertes de Loreto y Guadalupe en la ciudad.
Aquel cerro donde se militarizaron y pelearon las batallas de Puebla contra los franceses, pelea histórica orgullo, hoy se ha convertido en el lugar donde los enamorados se comprometen y cierran su amor con cerrojo.
Colgados de hilos metálicos, hay candados pequeños y frágiles, apenas resistiendo el paso del viento, las lluvias y los rayos del sol; también hay piezas grandes, casi indestructibles, gruesos e imponentes, y existen otros más sencillos, una cadena de bicicleta como símbolo de amor.
Pero colgar candados no es una tradición poblana ni nació en México. Viene de París, conocida como la ciudad del amor, donde miles de parejas acuden a dejar su candado al “Puente de las Artes” como símbolo eterno de su unión, que pretenden profesar. Una práctica que llegó hasta lo alto de la capital poblana.
Con vista a la ciudad colonial, el mirador y sus candados son testigos de amaneceres de ensueño o de pintorescas escenas cuando el sol suele meterse detrás de los volcanes Popocatépetl e Iztacihuatl. Las noches suelen ser las más hermosas con el sonido del agua del Lago de la Concordia, un café y la plática con la persona amada.
Parejas suelen sentarse en las bancas que hay alrededor a dialogar sobre los acontecimientos de su semana, señores hacen ejercicio al estilo de “Rocky Balboa”, algunos jóvenes andan en bicicleta y pedalean con todas sus fuerzas, mientras retan a los automovilistas que circulan ahí, mientras que familias los miran desde las áreas verdes.
Una de ellas llega cargada con chicharrones, una coca cola de dos litros y un mantel bordado para sentarse a disfrutar de la canícula, luego de varios días de lluvias. Los niños corren por el lugar y admiran a otros pequeños que toman clases de patinaje en una explanada aledaña.
Sí el calor los agota, hay otro menor vendiendo nieves y helados en un carrito, con sabor a limón, piña y café. Junto a él, una camioneta abre su cajuela, de la puerta cuelgan frituras, paletas y hasta cigarros. En el asiento hay refrescos, cuernitos de jamón y más empaques de pan.
Alrededor del mirador hay varios autos estacionados, algunos poblanos y hasta turistas prefieren platicar en la privacidad y comodidad de sus asientos, pero sin privarse de una vista hermosa.
Todo se llena de color con el papalote que vuela un niño, con ayuda de su mamá, el viento lo ayuda a elevarse, junto a las aves que bajan de los árboles.
El mirador se ha convertido en un lugar de amor y recuerdos, no sólo para las parejas que van a dejar una promesa tangible de su relación, sino también de familias y amigos. Es el mirador del amor.