Mario Galeana
Puebla, Pue.- En el Museo José Luis Bello y González un hilo invisible une la talavera del piso con las tazas de porcelana, los óleos con los vitrales italianos, los cielos rasos con las estatuillas de marfil, los lambrines de madera de los muros con los antiguos secreteres nacarados.
Cada sala y cada obra forman un solo todo. De tal manera que, si una pieza se exhibiera fuera del museo, seguramente sería apreciada, pero estaría desprovista de su valor original. Porque el museo consigue, como pocas cosas en el mundo, esa noción de unicidad.
Esto se explica porque las obras se exhiben en el recinto original que las albergó, algo que, a decir de la historiadora del arte Ana Martha Hernández Castillo, ya ocurre en muy pocos lugares del país.
El museo solía ser una casa. Siempre fue una construcción portentosa ubicada en la intersección de las calles 3 Poniente y 3 Sur, que tiene por fachada un amarillo pastel salpicado de ventanas y balcones.
El propietario del recinto fue un empresario que nació en Veracruz, en el seno de una familia de escasos recursos. Pero al arribar a Puebla, aproximadamente en 1852, acumuló una fortuna destacable que le permitió tener los pies metidos en inversiones inmobiliarias, fábricas tabacaleras e industrias textiles.
Su nombre era José Luis Bello y González, y llevó el concepto del coleccionista a otro nivel. Hay quien colecciona monedas, estampillas o latas de refresco. Bello coleccionaba, en cambio, obras de arte: óleos europeos, armarios michoacanos, estatuillas de marfil asiáticas y mucha talavera poblana.
Según Hernández Castillo, quien también fue directora del museo, los Bello “no viajaron a los grandes centros del arte mundial, pero fueron capaces de reunir una grandiosa colección de arte producto de su dedicación al trabajo y a su sensibilidad personal”, y también de sus relaciones de amistad con otros empresarios y coleccionistas que sí recorrieron Europa durante varios años.
A la muerte de José Luis, acaecida en 1907, sus bienes fueron repartidos entre sus cuatro hijos. Pero sólo el menor, Mariano Bello y Acedo, compartió de forma total el gusto por el arte que precedió su padre. Fue él quien heredó la casa y quien nutrió la colección con muebles, plata, herrajes, cristales, vidrios, talaveras y un sinfín de otros objetos.
Pero la muerte también alcanzó a Mariano en 1938, del mismo modo en que habrá de alcanzarnos a todos. Y en su último gesto de generosidad —y, sobre todo, al no haber tenido descendencia—, el heredero decidió que toda su colección fuera donada a la Academia de Bellas Artes de Puebla, bajo la condición de que nunca fuera fragmentada.
Así nació el Museo, que fue abierto al público seis años después de su muerte. En la actualidad, el recinto alberga más de 3 mil piezas de arte y se encuentra dividido en 13 salas.
Entre éstas destacan, sólo por mencionar algunas, la sala de talavera —decorada con ladrillo y azulejos de talavera—, la pinacoteca —un largo pasillo ubicado en la planta alta por donde la luz diurna se cuela entre óleos el siglo XIX—, la sala de música —que exhibe uno de los únicos tres euphonicones en el mundo— y la de cristales —que alberga una abundante colección de éstos—.