Carolina Miranda
Puebla, Pue.- Aquel paseo al lado de su abuelo por la Casa del Alfeñique y el Museo de la Revolución, marcaron la vida de Javier Gómez, un niño de diez años con profundas raíces poblanas.
Su viaje de ese domingo por el edificio garigoleado al puro estilo barroco y por esa estructura con balazos en su fachada, fueron un primer quiebre que le indicaron cuál sería su profesión.
Y en esas calles de una ciudad pueblerina, vio a un anciano ofreciendo vidrio verde en forma de catrinas, chivitos y borreguitos. Y entendió que se convertiría en un coleccionista.
“Quedé impactado cuando vi las colecciones de cerámica que estaban en la cocina, me quedé impactado y a partir de ahí empecé a comprar cosas de cocina del Barrio de la Luz”, rememora.
Y contrario a los niños y jóvenes de aquella época que atesoraban figuras de Star Wars y hasta veloces automóviles, Javier inició una recolección de cientos de acocotes, castañas, cueros de chivo, jícaras, vasos, tarros y jarrones, implementos del mundo del Pulque, una bebida muy mexicana.
Su segundo quiebre vino en 1999, cuando visitó Europa y conoció docenas de museos de cervezas y vino, bebidas típicas de esa región del mundo.
“Y en México no había un museo del pulque, lo que era una verdadera tragedia y eso me generó conciencia para darle más impulso a la colección de jarras pulque”, dice.
Entonces logró una de las colecciones de pulque más grande de México y del mundo, con cerca de ocho mil piezas que incluyen acuarelas, fotografías, postales, grabados e incluso un cortometraje de Hubert Schonger, cineasta de cabecera de Adolfo Hitler.
Lo hizo convirtiéndose en un paria. El pulque era una bebida en decadencia, con una campaña de desprestigio impulsada por la cerveceras y era sinónimo de un México pasado que se quería olvidar.
“Nunca tuve un sólo amigo por esta afición, a nadie le interesaba, era una afición rara, tonta ridícula… realmente me sentí raro porque era así como si tú fueras el único en el mundo que coleccionara muñequitos de Star Wars”, afirma con una sonrisa tímida.
Las visitas que hacía con su abuelo al Barrio de la Luz y las cazuelas de barro colgadas en la cocina de la abuela, lo convirtieron en un activista y promotor del pulque.
Y también de los juguetes mexicanos, con cuatro mil piezas de un valor único, lo mismo de barro, madera, guaje o jícara, palma, tela y hasta cera.
Las muñecas “Tanguyú”, que se regalaban a las niñas el primero de enero en Istmo de Tehuantepec y los animales “chintetes” de Ahuacantlán, realizados con madera de colorín en Guerrero, son parte de esa gran colección.
“Representan el rescate de dos elementos culturales que ya casi no se encuentran, la cultura pulquera y juguete mexicano, el problema es que con la modernidad ambas desaparecen”, lamenta.
Representan por supuesto una época que se fue, como aquella donde se valoraban las bebidas autóctonas y como aquella donde los niños jugaban imaginando mundos fantásticos.
Por más de 30 años ha recorrido y recorre mercados, ferias, tiendas de antigüedades y pueblos para comprar muñecos típicamente mexicanos y elaborados manualmente por artesanos, así como especímenes de la cultura pulquera.
“Ahora es diferente porque es una satisfacción, hay gente que me para en la calle y quiere platicar conmigo”, dice orgulloso el hombre que resguarda un patrimonio de México.