Édgar Ávila Pérez
Puebla, Pue.- Un olor dulce, de esos que recuerdan días felices, recorre las coloridas y añejas calles de la ciudad de Puebla.
El aroma a masa doradita se percibe en el ambiente cada día, sin falta desde hace más de 50 años, en pleno corazón del Centro Histórico de Puebla.
A espaldas de la imponente Catedral Nuestra Señora de la Inmaculada y a unos metros del emblemático Zócalo, en un lugar llamado Puebla La Churrería surgen fragancias que alegran el alma de niños y evocan tiempos pasados a sus padres.
Los rollos de churros sin cortar, asomándose desde la vitrina de cristal, son una provocación y aquellos trozos de una cuarta bañados en azúcar son la estocada final de la tentación.
“La receta contiene harina, aceite, huevo y… polvos mágicos”, dice y ríe la abogada Jessica Paola Vicente, la tercera generación que dirige un ícono lugar en esta ciudad virreinal.
A cualquier hora, en la esquina de la 5 Oriente y 2 Sur, filas interminables de mujeres, hombres, niños y niñas que abandonan el lugar con una bolsa de papel rellena de churros y un corazón alegre.
Cuenta la leyenda, que el señor Pascual Vicente, en aquel 1962, fundó una tortería, luego creó churros que resultaron ser un fiasco.
“Unos españoles probaron el churro que hacía mi abuelo y le dijeron que eran una porquería, pero le prometieron una receta”, recuerda Jessica.
Y entonces nacieron los churros poblanos con estirpe valenciana. La receta llegó desde la Madre Patria y Don Pascual la fue perfeccionando hasta crear un elixir que hoy cautiva a miles.
Los enormes casos de aluminio, con un aceite especial en ebullición, sacan hasta siete mil churros crujientes de sus entrañas que son esperados con ansías desde las tres de la tarde hasta la una de la madrugada. La espera vale la pena, sin duda.
“Es una satisfacción increíble”, dice. Y rememora cuando desde los seis años su padre le enseñó a trabajar y moldear los churros, pero sobre todo a complacer a la gente con los sabores.
“El negocio es algo increíble que hemos querido continuar”, afirma la joven quien sigue la tradición de persignarse cuando sale el primer rollo de churros que se venderán en el día.
Una tradición que endulza los olores de una ciudad de casi 490 años y dulcifica los paladares de sus habitantes.