Por Mario Galeana
Puebla. Pue.- Los fines de semana amanece más temprano en el Barrio de los Sapos. Antes de que la luz nítida de la mañana se despliegue sobre el callejón que conduce a la plazuela, los bazares de antigüedades abren sus puertas de par en par, como si el pasado reclamara una fracción del presente.
Sobre las calles del barrio se escuchan voces en sordina y el trajín de los comerciantes que disponen a lo largo de la plaza sus pequeñas reliquias privadas: desde vinilos, antiguas cámaras fotográficas y colecciones de objetos domésticos, hasta libreros portentosos, mesas de noche y espejos en forma de óvalo que le sobreviven al tiempo como si de náufragos se tratara.
En medio de la plazuela chisporrotean un par de fuentes coronadas por dos sapos de piedra que, aunque minúsculos en medio de ese ajetreo que va gestándose, son el último vestigio de la historia del barrio, que en la época virreinal solía tener problemas de inundaciones y por tanto era común ver a pequeños anfibios brincando de charco en charco.
El barrio se sitúa en una ubicación privilegiada: a dos calles se encuentra el Zócalo y la Catedral, a una calle está el antiguo edificio del Carolino y a idéntica distancia se encuentra el bulevar 5 de Mayo, una de las principales arterias de la ciudad, donde antaño corría un río que dividía a la Puebla colonial.
Cuando la mayoría de los bazares ya han abierto y los comerciantes han ocupado cada lugar de la Plazuela de los Sapos, la mañana ha clareado por completo. A lo lejos reverbera el ruido de los automóviles y a través de las calles discurre, pausado, el andar de los paseantes que otean las antigüedades.
Para entonces, el Callejón de los Sapos ya ofrece, bajo el sol del mediodía, un espectáculo de matices y tonos. Dos hileras de casas dispuestas una tras otra flanquean al callejón, y los colores brillantes de sus fachadas, distintos entre sí, remiten a cosas tan disímbolas como un arcoíris o una paleta de caramelo.
Los turistas se solazan bajo la sombra de un par de árboles y posan sonrientes en medio de la calle, mientras las banquetas son ocupadas por comerciantes que ofrecen café de alguna serranía o ropa bordada en una latitud distante.
La plazuela, mientras acaece la tarde, se llena de barullo. Donde antes no había nada, salvo dos fuentes sosegadas, ahora lo hay todo: puestos de artesanías, libros, vinos, joyería, música, muebles, juguetes, enseres, y gente que avanza escrutando cada pequeño puesto tendido a lo largo de la plancha.
Un buen recorrido de fin de semana por el Barrio de los Sapos solía incluir una escala en La Pasita, un antiguo bar que ofrecía, exactamente frente a la plazuela, 22 licores distintos para cada paladar.
El bar cambió de sitio hacia un par de calles, pero, a cambio, el barrio se llenó de cafeterías humeantes en las que se ofrece pan artesanal horneado, restaurantes de cocina de autor que retoman lo mejor de la cocina poblana y de hoteles que conservaron la antigua arquitectura virreinal de las casonas que los precedieron.
Para cuando la tarde languidece, ofreciendo sobre el cielo los primeros tonos violáceos, los bazares comienzan la retirada y los comerciantes su repliegue.
Y aquel anticuario vivo aguarda, como siempre, el próximo fin de semana.